Escuchar y dejar hablar.
En el mundo acelerado y lleno de prisas en que vivimos resulta a veces difícil encontrar un rato para escuchar a nuestro hijo (a) y que nos cuente sus cosas. Este tiempo de dedicación es fundamental si queremos que el niño (a) utilice y desarrolle el lenguaje correctamente.
El niño no aprende sólo oyendo, necesita practicar y para ello tiene que establecer una interacción con el adulto. El cuento, la narración, el juego, la observación de escenas y dibujos, las visitas al zoológico, al aeropuerto, a una estación de tren son medios que se pueden y deben aprovechar, entre otros muchos, para propiciar la conversación.
Fomentar un clima de afecto y seguridad:
El niño (a) necesita un equilibrio emocional para adaptar su conducta al medio en que se desarrolla. Sentirse querido y comprendido le proporcionará seguridad en sí mismo y el establecimiento de una disciplina justa, coherente y adecuada le será muy útil como guía y norma de su conducta. Si, además, se procuran evitar las causas que son capaces de originar frustraciones e inhibiciones en el niño (demasiada exigencia, censurar de forma habitual sus actuaciones y trabajos…), estaremos favoreciendo su progreso verbal.
Favorecer la fluidez verbal:
En el niño el lenguaje es un producto de su interrelación con los demás. Por tanto, el pequeño hablará cuando tenga necesidad de hacerlo y los padres pueden aprovechar y crear situaciones que lo favorezcan.
Posteriormente, es interesante favorecer con actividades diversas la fluidez en la expresión y la soltura en el habla.
La estimulación es fundamental desde edades muy tempranas.
En los dos primeros años: mover juguetes musicales, sonajeros, campanas cerca del niño para que comience a buscar la fuente sonora y relacione el ruido con el movimiento; hablarle desde diferentes lugares y posiciones; susurrarle al oído; cantarle canciones infantiles; variar el tono de voz atendiendo a situaciones concretas de alegría, decepción, enfado o sorpresa; nombrarle los objetos mientras se los señalamos; proporcionarle objetos sonoros que produzcan diferentes ruidos para que los hagan sonar; hacer onomatopeyas (cascos de un caballo, mugidos, ruidos de trenes, sirenas …); enseñarle las ilustraciones de los libros de cuentos y nombrarle los objetos que aparecen; hablarle de todo lo que lo rodea; y ponerle música variada y de diferentes ritmos.
De los dos a los cuatro años: describirle las acciones que realiza el protagonista en los cuentos; descubrir los sonidos al niño (rasgar, arrugar y cortar una hoja de papel, llenar con diversos materiales cada vez y apreciar las diferencias sonoras en un frasco de cristal, golpear sobre distintos objetos los cubiertos de cocina…); y emitir onomatopeyas para que el niño las identifique; seguir instrucciones verbales (cierra los ojos, levántate, lávate las manos).
De los cuatro a los seis años: entender cuentos leídos en voz alta, respondiendo a preguntas sencillas. Los cuentos aumentarán progresivamente en longitud y dificultad. Con los más pequeños se puede comenzar utilizando frases sencillas “El perro corría en el parque” ¿Qué hacía el perro? o “Pablo se comió dos bollos de pan” ¿Cuántos bollos de pan se comió Pablo?; identificar frases sin sentido y explicar por qué no lo tienen (el gato ladra), (el oso vuela) o (las hormigas hablan); resolver adivinanzas sencillas (¿qué tiene cuatro patas pero no puede caminar?); identificar sonidos producidos por el cuerpo (palmas, chasquidos con la lengua, saltos y otros) y del medio (puerta al abrirse y cerrarse, tubo con agua corriendo…); y nombrar objetos según una característica dada (que sea azul), (que tenga ruedas), o (que sea grande).
Estimular mediante canciones y cuentos
En mayor o menor medida, todos los padres y madres de forma natural y espontánea cantan canciones y cuentan cuentos a sus niños (as), sobre todo por el placer que reporta ese tiempo mágico de conexión y comunicación con los hijos.
Alexia Alfaro